Finalmente, ya se me ve en la cara.
O eso, o soy de Picio, pues ella me habló de vicio tras haber bajado su cabeza para mirármela fijamente.
Se alejó todo lo que pudo y me encaró con expresión de “que pase el siguiente” tras haberme auscultado lo que yo no le había ocultado.
—“Usted no sufre presbicia. Lo suyo es puro vicio… de quejarse”.
De nada habían servido mis indicaciones y pronósticos. Según el diagnóstico de su profesionalidad, tengo una visión de 10 sobre 10. Yo a esa numerología, en las horas poco frías, la llamo “¡Pedazo orgía!”, pero —con mis ojos cual lirios tras su abuso de colirios, y con mi atención puesta en el corte y confección de la bata de la enfermera— allí y sin que sirva de precedente, no encontré indecente el admitir mi incultura al preguntarle a la oculista por qué insistía en eso del 10 sobre 10. Quizá, y me doy cuenta de ello ahora, yo tenía más en mente a Bo Derek y a sus 9 clones trenzadas, que a cierto tipo de operaciones matemáticas comprobadas con la prueba del 9. (Nino, que no eran nueve: eran diez, pardiez) El caso es que, la señora doctora me indicó tanto la salida —para mi desgracia no era la enfermera— como que la última línea del cartel de lectura lleva una muesca con el número 10.
Pese a su meterme prisa para irme, o puede que ésa fuera la razón, me volví a sentar e insistí en mi incipiente condición de rompetechos mientras llamaba doctor al estintor. Ella se rió —la enfermera, que la señora doctora permaneció muy entera— y de repente resonó una voz que me llevó a aquellos tiempos de “anda, chavalín, si ya acabaste, puedes irte.” La desganada oftalmóloga me recordó que me hago viejo; pero que ya quisieran mis coetáneos de 45 tener mi ahínco visual. Es mi percepción, y no mi visión, la que necesita dioptrías; pues veo lo que es y no lo aparente.
Al final, ya salido, me cegó la visión de que van a tener razón quienes me llaman el loco por ver lo evidente.
La verdad redentora de la doctora no me había hecho libre, sino echado años y dejado sin gafas. ¡Con lo que me apetecía llevar anteojos como el Rey o Vargas Llosa! Pero la verdad doctorada pesaba como una losa: mi cerebro es más rápido que mi vista. Veo bien, pero pienso mal.
¿Acertaré?
Hacía sol. No me apetecía ir a casa a oír el “ya te lo había dicho yo” paterno. Y, como no tenía un termo, me fui a una terraza a ver si veía a alguna rapaza de buen ver. De esas que en otoño te hablan de primavera. Sentado y destemplado, busqué el abrigo de mi cerebro acelerado. Que eso de no ver lo que los demás vislumbran, es un serio problema. Quizá no de visión, pero sí de adaptación. Y ya estoy cansado de ser el diferente y el raro. Yo quiero ser Premio Nobel y tenerte a mi lado.
—“Así que una persona de mi edad y condición tiene que ver las cosas así y no asaó…”
De repente, recordé al rey desnudo —no el cuentista, sino el del cuento—al que todo el mundo travestía vestido, o eso decían ofuscados por su edad, posición social y cobardía. Sólo un niño, imprudente, dijo lo que tenía en mente.
Digo lo que veo. Ése es uno de mis defectos más visibles. A veces mi sinceridad hace daño. No me paro a pensar en que quien me atiende está pendiente de mí y no de lo que miro; por lo que le es fácil creer que no lo escucho, cuando en realidad reparo en cosas diferentes.
Veo lo que veo, no lo que es transparente. Ésa es mi ceguera. Recrearme con los árboles en vez de percibir el bosque. Lo siento si mi torpeza es interiorizada como desinterés. Aunque sea de manera involuntaria, no me gusta hacer daño a mis bienqueridos.
Pero, volviendo al tema de la señora oculista, creo que la rompetechos es ella. Pues donde me hablaba de letras, yo veía esto:
De ahí mis:
Ahhhh
Eeehh
uiiiiiii
E-S-A-E-N-F-E-R-M-E-R-A
Nino