De vuelta a los 20 años comprendidos entre 1960 a 1979, las salas en numerosos países europeos se verán abarrotadas por un público ansioso por disfrutar de narraciones que, pese a su innegable rezume de influencias del cine yanqui, combinan plasmaciones de la idiosincrasia nacional con ecos del continuo cultural europeo. Esta comunión supranacional entre espectadores, encuentra un vehículo muy apropiado en la política de coproducción —entre 1965 y 1966 se ruedan 67 spaghetti westerns, en su mayoría de factura hispano-italo-alemana—.
De 1967 a 1970, se estrenan en nuestro país 1843 películas que en su distribución presentan el marchamo de “españolas”; aunque muchas lo sean sólo fiscalmente, pues la coproducción permite recibir ayudas de diferentes estados, y anula las limitaciones promulgadas tras La II Guerra Mundial a la importación de películas.
En la Inglaterra de posguerra, la falta de dólares y la necesidad de equilibrar su balanza de pagos, llevan a la tesorería británica a adoptar medidas proteccionistas frente a la invasión de películas yanquis, cuya compra devora el 4 % de la reserva de divisas. El 6 del VIII de 1947, la importación cinematográfica se somete a un impuesto del 75 %. El 9 del mismo mes, llega la respuesta estadounidense en forma de suspensión de la exportación de sus largos. Parada que mantendrá durante siete meses, con la esperanza de que la presión social lleve al gobierno laborista a anular sus medidas.
En septiembre de 1948 se alcanza un acuerdo que limita el número de obras a importar desde el otro lado del Atlántico, y restringe la cantidad de dinero resultante de dicha importación que se puede exportar al otro lado del Atlántico. Con sus beneficios retenidos, las majors americanas se ven obligadas a invertir en las redes de exhibición y producción británicas, o a rodar en el territorio de El Reino Unido.
