Desde Olimpia.
Al final tendré que darle las gracias a la Señora Alcaldesa.
Uno ya no es el que fue.
¡Qué tiempos aquellos en los que estrené mi primer chándal!
Me creía Roqui.
No, el marciano no, el estaloniano.
Yo, en realidad, le había insistido y persistido a mi sorda madre para que me comprara un conjunto amarillo.
Pero no del color del tractor, sino como el pijama que lucía Brusli en Juego con la muerte.
De hecho, había hecho campaña junto a mi geiperman enmonado en ocre, a cuyo uniforme le había pegado unas tiras de cinta aislante negra, para convencerla de aquello de que el amarillo era mi color.
Una vez más, fui un pionero, un vanguardista, un dadaista… Luego vendrían Los Simpson, Pokemon y Umazurman; pero entonces sólo mi geipermán y yo revindicábamos la elegancia de la discrepancia.
Aunque con mi madre no había tu tía que valiera cuando decidía algo por el bien de sus bienqueridos.
Y —quizás porque se acordaba de aquella vez en que yo había rotulado con un carioca negro un anorak azul, para que se pareciera más al del capitán de Espacio 1999— en su inteligencia optó por comprarme un chándal de algodón gris.
Un pijama de esos en los que se hundía todo rotulador y de los que se despegaba toda adhesión.
Con aquella facha, y en plena Transición, no solo estrenaba indumentaria, también me iniciaba en secundaria —aunque fuese a primero— y en eso de ir a clases de gimnasia.
A mis 14, acumulaba 14 años y 9 meses de vida alejado del esfuerzo físico pues en mis 9 temporadas de colegio nunca había hecho gimnasia —quizá mis jovellanistas profesores también pensaban que correr es de cobardes—.
Para descompensar mi tendencia al descanso, mis padres no pararon hasta que me apuntaron a un club deportivo —el Grupo Covadonga—.
Pero, como lo de hacerse socio costaba una pasta ellos no pudieron inscribirse.
Mi hermana iba con sus amigas a las instalaciones; y no quería que la acompañara o la saludara.
Así que mi madre me escoltaba hasta la puerta.
Para aparentar que había sudado, me duchaba vestido.
Luego, en la cafetería, me acercaba a alguna mesa vacía aún por recoger, para tragaldabearme las sobras.
Procurando no empapizarme, preguntaba la hora.
Y salía con porte cansado.
Afuera me esperaba la sonrisa de mi madre, y nos íbamos al merendero El Puentín a esperar a que se nos uniera mi padre.
Cuando mi lenguaraz hermana les contó mi regusto por bañarme vestido, más que correr escapé.
Y es que, sin ser cobarde, había que ser muy valiente para enfrentarse a la temible “Elena la de la zapatilla nalguera”.