Tras cerrar la puerta, cambió de opinión. Ya no pulsaría el botón.
Bajó las persianas lentamente, mientras reconsideraba los pros y los contras de lo que había decidido no hacer. O quizá sí que lo haría. No le podía dedicar una hora diaria a plantearse la misma disyuntiva. “De hoy no pasa”, se dijo en voz alta tras alejarse de la última ventana ya biselada.
En la plena oscuridad en la que se encontraba, resonó su risotada. Recordó que tras su habitual llegar con retraso –que no tarde– a clase, Porfiria solía comentarle algo parecido a “Cuando entras, entra la luz”. Si lo viera ahora, quizá cambiaría su “entrar” por “brillar”. Es curiosa la cantidad de palabras que estos litosféricos tienen para conceptos superfluos como “brillar” y lo reducido de su lenguaje para lo esencial. No entendía cómo podían someter sus sentimientos a ecos del silencio. Pero bueno, quizá debía empezar a plantearse comprar un diccionario de lenguaje no verbal, donde “el recurso al silencio” debía de ser la entrada con más afecciones.
Ya desnudo y relajado, se sentó en su sillón. Una de las muestras más ikeantes de lo rimbombante del lenguaje litosférico, está en la cantidad de adjetivos con los que modelan simplezas como los asientos, en lugar de reducirlos a “cómodos” o “deslomantes”. Sin necesidad de proyectar ningún holograma emotivo, revideó la escena en la que su gaseosa casera le había dicho que lamentaba dejarle en mitad del salón este sillón desvencijado. Él no supo qué contestarle. De hecho, de aquella no sabía ni sentarse.
Ahora comprendía su lamento.
Ahora, sentado, entendía que lamentara desprenderse de ese sitial.
Los muelles que emergen tras detectar una presión corporal, son de lo más relajantes. Y, sin lugar a dudas, el efecto depilador de la cinta adhesiva que la recubre, es de lo más exfoliante.
Ahora era él quien lamentaba no haberle preguntado a su casera, antes de desgasificarla, dónde podría comprar más tronos juguetones como ése. Ya había visitado todas las mueblerías de la ciudad; y en cuanto les pedía “un sillón desvencijado con acabados en cinta aislante”, los dependientes se reían y las dependientas se carcajeaban.
Los comprendía.
Y es que un mueble con un diseño artesanal tan eficiente, debía de contar con una lista de espera de meses, que podían llegar a convertirse en décadas. De hecho, el proceso de desvencijamiento de su asiento había durado 10 años. A juzgar por las acreditaciones artesanales, el procedimiento lo había empezado un tal Naranjito en 1982 y lo había finalizado un cual Curro en 1992. Pero él no tenía meses. Como mucho tenía una semana más antes de hacer que aquellos que adoran al Mal temieran su poder.
Había vislumbrado varios modelos semejantes en mercadillos callejeros; pero siempre que había comprado alguno, los repartidores no efectuaron la entrega. Y es que, probablemente, habrían recibido una mejor oferta de la que se lo acercaban en su frugoneta. La próxima vez, les daría ese “payo tonto” del que tanto le hablaban.
Ya su tecnopadre lo había definido como “iluso” antes de cambiarlo por un sable de luz multiuso. Eones después, seguía confiando en la palabra dada y en la inocencia de una sonrisa.
Bueno, ya bastaba de divagaciones. Su resplandor no parpadeaba, prueba de que estaba reposado. Tenía que tomar la decisión sobre si darle ahora al botón, lo que acabaría con esos cursis; o darle luego al botellón con sus compañeros de cursillo.
Al recordar lo que había pasado esa mañana, la situación le parecía algo marciana. Una formadora ocupacional había culpado de la crisis económica y social, que sufre esa coordenada de la Litosfera, al partido en la oposición y a la avaricia de unos ciudadanos que habían intentado ser menos pobres.
—“Ojalá esta situación dure un par de años más. Es lo mejor que le puede pasar a nuestra Economía.” —les intentó adoctrinar con su voz de dibujo animado acelerado. Tras eso, la formadora atusó su bigote y continuó con su digresión sobre la eterna levedad del ser.
Ningún alumno formuló una queja o solicitó una aclaración sobre la sandez con la que los habían sondeado. La actitud servil frente a las figuras de autoridad siempre le había ofendido. Y esta especie parecía muy proclive a dar más poder al Poder. O a participar en asambleas ciudadanas donde lo que se busca no es avanzar en lo social, sino socializar con el personal.
Por eso se había planteado cumplir con su misión de miembro de los “Quinqués jade” y demostrar a esos quinquis terrestres lo que vale el peine de una Crisis infinita. Pero, como buen alopécico, sabía que a la ocasión no se la pinta calva, sino aprovechable. Así que decidió darle a ese planeta una nueva oportunidad.
Sacó una batería duracélica para renovar su energía a la vez que perjuraba su juramento:
En el día más brillante, en la noche más oscura, el Mal no escapará de mi vista.
Que aquellos que adoran al mal teman mi poder: ¡la luz de Linterna Verde!