Una y otra vez, los grises me acusan de mostrarles
desprecio, cuando lo que no les ofrezco es aprecio. Lo mío hacia la mayoría
consuetudinaria es un desinterés habitual: no voy adonde ellos van. No doy importancia
a los actos de quienes adecúan sus prácticas al gusto de la mayoría aprobatoria.
No es lo mismo “quitar”
que “no dar”; creo que esta
diferencia debería estar clara para quienes no tenemos la mente oscurecida por
la sombra de la duda entre contrastarnos a la luz de nuestras verdades o
disimularnos entre las penumbras de las mentiras consensuadas.
Siempre he pensado que reiterar lo evidente en lo
emocional es de una pesadez recargada de ordinariez: no sólo nos cansa, también
nos incomoda el tenernos que explicar por comportamientos que no obedecen a la
razón, sino que acompañan a sentimientos. Lo que siente se hace de corazón, no
de memoria. Vivir conlleva personalizar rutinas para así no hacer de lo
cotidiano algo monótono.
Al reafirmarme en mis gustos no busco llevar la
contraria a nadie, sino encontrarme.
Quizá debería cambiar de criterio y adaptarme a los
agrados de la mayoría; pero ya soy demasiado viejo para diluirme en la turba de
la aceptación ajena. Puede que en mi próxima reencarnación –si es que este gato
tiene la mala suerte de caer con mal pie y levantarse con peor gusto–, opte por
la vulgaridad de confundir lo mayoritario con lo valioso. Pero hasta entonces, seguiré
maullando cuando esté junto a la belleza, no frente a la bajeza del servilismo
rentable.
Soy como soy: fiel a ese yo que se convierte en
nosotros, nunca en ellos.