Hay muchas formas
de afrontar La Realidad. Quizás tantas como nombres tiene El Demonio.
La soledad comenzaba
a mustiar mi ánimo, y mis viejos fantasmas e inseguridades iban acomodándose a
mi lado. Satanás intentaba convencerme de mi condición de ángel caído, mientras
Lucifer me recordaba que en las calderas de Pedro Botero nunca me sentí solo.
Quizás quería
volver a ser ese Mefisto que le vendió su alma a Belcebú a cambio de 38 años de
felicidad; y que, cuando Leviatán se presentó a cobrar su deuda, lloró hasta
lograr apagar los fuegos de El Infierno. La sensación de haber burlado a El
Diablo tras haberle entregado mi alma de barro, se desvaneció al ver su reflejo
en el fondo de una botella. Me había encontrado.
Me miró con ojos
sabios, y viviseccionó mi cuerpo hasta llegar a mi espíritu. Sacó mi luz y le
adhirió una mota de oscuridad. No dijo ninguna palabra. Perdonó mi
inconsciencia de creerme por encima de El Bien y El Mal.
Supongo que es poco
el precio que pagué por ensoñarme inmortal. Otros, mejores que yo, lo han
perdido todo. Yo sólo pierdo ocasionalmente la razón.
Esa mácula que me
ha producido mi gusto por lo desmedido, es visible en diferentes cicatrices que
tatúan mi piel. Mi maldición eterna es mi incapacidad para la estabilidad, para
estarme quieto o saber esperar. Todo me aburre, todos me cansan. Me falta la
fuerza del interés para luchar por nada o por nadie.
Pero entonces llegó
la oscuridad. La mota lóbrega eclipsó mi brillo. Fue fácil proyectar la culpa
de mi aturdimiento en pantallas con nombre propio; al igual que ahora lo es
aducir razones que tienen mucho de excusa. Tras pasarme cuatro años en el ring,
dando golpes a ciegas como un boxeador sonado, una mañana me levanté de mi
rincón, me quité los guantes a mordiscos y bajé del cuadrilátero. Para mi
sorpresa, salí bien parado.