Había dado por concluido este blog, al que novelé como un melodrama de trama concluida. Las razones fueron muchas. A las ya citadas añado una, no por entonces silenciada menos resonante ahora: me preocupa mi componente obsesivo. Sí el obsesivo, no el obesivo. Que en lo de la gordura no es lo mismo ser, estar o aparecer. ¡Seamos copulativos!
El problema principal de un trastorno de comportamiento no es tanto el que se aleje del razonamiento previsible, como el que lo activen resortes ocultos. Cualquier gesto, palabra o cartel de lencería puede azuzarme, cuando no ruborizarme. Hay veces en las que el mero hecho de salir a la calle se convierte en todo un numerito. No es que mi ir a comprar el pan sea tan azaroso como el adentrarse con Indiana Jones en un templo maldito. Pero, a las benditas cotidianidades les doy usos más raros que los que les da Mac Gyver a un chicle. Donde unos ven un saludo yo siento un desprecio, ciertas risas me suenan a burlas y contados encuentros me llevan a consumados desencuentros.
Lo de cruzarme con los que me tienen cruzado es un vía crucis, sólo comparable al avergonzarme por volver de cerrar los bares a las horas en que abren las escuelas. ¡Ninos no hagáis esto en casa¡. Al menos en la vuestra.
A mi aireado desasosiego irascible se une mi silenciado trastorno obsesivo. Cuando me da por algo, me dan las tantas ordenando cascos de fantas, desdenes de desdentadas o delirios de mi fantasiosidad. Al final, donde va el asa, van el caldero y mi ninoninero. De ahí que haya noches en que mi trabajo solitario por dinero lo encare con el mismo aborrecimiento con el que un faquir, alérgico al acero, se recuesta sobre su colchón de clavos.
¿Solución?
El pasado viernes en el Savoy, Sonia me aconsejó que hiciera yoga. Alberto se rió. Quizá debería intentarlo. Lo de reírme no, lo otro. Que cada vez que me río, voy y la lío.
El caso es que, puesto a elegir, me gusta más el vino que el pan; y prefiero mi componente impulsivo al reflexivo. Así me evito pasar horas decidiendo dónde poner una coma o cuándo ir a la cama. Aquí y ahora son mis momento y lugar preferidos. Aunque, para evitar actuar siempre a mi capricho, me creo rutinas y compromisos.
En lo creativo me ocurre lo mismo que en lo vivido: tengo que procurar equilibrar mis debilidades con mis habilidades. Siento fascinación por esos directores que, en el fondo, siempre ruedan la misma película. O por los novelistas que revisitan constantemente sus textos.
John Fowles es un escritor al que admiro con ojos de niño aninado. Aún así, temo convertirme en él. En el escritor, no en el admirador. No quiero pasarme la vida reescribiendo El Mago. Me conformaría con garabatear cada día una introducción diferente.
No quiero ser por siempre como soy.
Quiero cambiar a diario de algo más que de ropa interior.
Me gustaría morirme cada anochecer y renacer cada amanecer, recordándolo todo menos lo que me ha aburrido.
Pero no quiero ser vampiro.
Tengo demasiada sangre en las venas. Además, me gusta tanto sentarme al sol cuando está mortecino en septiembre, abril o mayo. Y ya he dormido en una urna de mármol, tras lo que lo único que logré despertar fue una leyenda. Roma, 1982. ¿Te acuerdas?
El caso es que sentí que tenía que irme. Me fui. He vuelto. No era el momento. Aún tenía cosas que contar aquí.
Aún tenía cosas que contarte a ti.
Gracias.
Nino