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Nunca me
gustó fumar, al igual que jamás supe esperar. La
vida era un humo que fatigaba mis pulmones y extenuaba mi corazón mientras
me sentía sin aire y abandonado, como un astronauta que flota en el aire no
respirable del espacio exterior.
Si debo
admitir que mi corazón subsistía a base de besos robados, tengo también que
reconocer que mis pulmones se alquitranaban con cigarrillos gorroneados. Acabé
limosneando amor y comprándome el tabaco; pues un hombre debe pagar sus vicios
y adeudar sus sentimientos. Los hombres no lloran. Los hombres fuman en
silencio. En el espacio exterior todo es silencio cuando pierdes contacto con
la base de control; en mi espacio interior, el silencio me llevaba a perder el
control. Fumar era la manera de llenar el vacío.
Quizá nunca
fui tan hombre caído a la tierra como cuando llegué a fumar dos paquetes
diarios. Me denostaban como vicioso cuando en realidad era dependiente. Cambiar
de marcas no me ayudó a dejarlo; al igual que cambiar de caras no hizo que la
olvidara. Mi vida era un carnaval de espejos y humo. La realidad era esquiva,
su reflejo difuminado se asemejaba al de uno de esos monstruos inquietantes que
acechan en las canciones en que David
Bowie narra el auge y caída de Ziggy Stardust,
o en las que dramatiza la odisea especial del major
Tom.
Apurar un
par de cigarrillos en ayunas era mi manera de saludar al día desde el mirador
de mi casa. Mientras fumaba me consumía en las cenizas de una angustia vital de
la que me empeñaba en no alejarme. Lejos quedaba el tiempo, enterrado más allá
del arcoíris, en el que frente a mi flaqueza muscular siempre exhibía una
fuerza de ánimo similar a la de un astronauta tras tomar tierra en un Marte
poblado por sinuosas arañas de cristal.
“Lo dejo cuando quiero”, solía decir.
“Me dejó porque yo quise”, solía
vanagloriarme.
Y allí
estaba yo, tirado como una colilla. Colgado del tabaco como lo estaba de su
desdén. Deseaba no estar allí. Sino lejos. Quizá en el espacio exterior. Allí no
hay oxígeno. Allí no podría fumar.
Siempre me
ha gustado cantar. Lo hacía incluso en esos momentos en los que me sentía
tirado como una colilla.
Ashes to ashes, funk to funky
We know Major Tom's a junkie
Strung out in heaven's high
Hitting an all-time low.
Fragmento de la canción Ashes to Ashes de David Bowie.
Los hombres no lloran por amor, su dolor se calma con un par de cigarrillos.
ResponderEliminarDicen que a las mujeres se les pasa comiendo chocolate.
No debo ser del género humano, entonces, porque ninguna de las dos cosas he hecho nunca. El dolor se pasa con el tiempo, porque le gusta ser intenso y cunado otro pesar aparece y el anterior pierde la tenci´n principal, se va por la puerta chica poco a poco; eso sí, se encarga de dejar una cicatriz bien chula para que nunca nos olvidemos que estuvo ahí.
Feliz finde, amigo. Tu cafelito pecatoso y tu abrazo bien gordo :)
Buenos días, Verónica:
EliminarEspero que estéis disfrutando de este finde que me deseas feliz; el mío se está presentando tranquilo e inspirador.
Ojalá el dolor se calmara con fumar dos cigarrillos. Aseguran ciertas expertas en nada, que los hombres no soportamos el mínimo dolor, por lo que seríamos unos “pupas” si el tabaco funcionara de tirita para las raspaduras del alma. El dolor lo sentimos, pero muchos no lo reconocemos en público. En caso de hacerlo, yo soy de los que proyectan mis culpas en otros o en el desatino del Destino
Sí que es verdad que muchos hombres, nos convertimos en pretenciosos al juntarnos. En nuestras charlas de “machotes” ocultamos nuestras penas y lo arreglamos todo recurriendo a excesos. De ahí que haya sido, entre otros deslucimientos, un fumador autodestructivo.
Son más de una las mujeres con las que saboreé chocolate. No voy a escribir generalizaciones, ya que la explicación puede ser tan sencilla como que me gustan las mujeres dulces. No lo tomaba para camuflar dolores, sino para disfrutarlo con Lola. Ahora sólo paladeo chocolate en contadas onzas.
Yo que solía quejarme de vicio, por eso de buscar consuelo, cuando llegó un temporal de dolor me desarboló. Recuerdo con vergüenza y preocupación esa marejada que convertí en tempestad.
Gracias por tu compañía y este reconfortante “cafelito pecatoso”, Verónica.