En
segundo de EGB, con unos siete años, ya era un estudiante sin futuro en la
vida; al menos a los ojos cegatos de mis profesores pazguatos en el Colegio
Público Jovellanos, de Gijón. La que fabulo a continuación –pues lo que cuento
son recuerdos y, como tales, menos amargos que las experiencias que los
causaron– es una de las muchas maldades que sufrí a manos de aquella panda de
resentidos.
“El
lápiz pesa mucho”; ésta fue la primera excusa que se me ocurrió para justificar
mi negativa a escribir en clase. Don Alejandro, mi cazurro profesor en segundo
curso, me resultaba muy aburrido; por lo que aprovechando el refugio en las
últimas mesas del aula que me daba mi apellido, dedicaba las horas del colegio
a ensoñarme fuera de sus paredes. Me sentaba con la intención de estar atento,
pero la tentación de estar en la inopia era más sugestiva que la de permanecer
en clase.
El
señor profesor no necesitó ser inteligente ni listo, para darse cuenta de mi
desatención a sus explicaciones; ya que mi falta de participación en el aula delataba el
desinterés que me dominaba. La solución que encontró el egregio educador a fin
de motivarme fue sentarme en una mesa al lado de la suya; sitio del que me
obligaba a levantarme cada vez que me pillaba emigrado en la inopia, para
castigarme a estar de pie en una esquina, mirando de frente al resto de
alumnos.
Recuerdo
que durante los últimos días de septiembre y, quizá, primeros de octubre, intenté atender
a su monserga y hacer los ejercicios que nos mandaba. Pero no tardaba en
cansarme de tanta repetición –si ya sabía hacerlo, no entendía el repetirlo
innumerables veces– y de sus comentarios despectivos hacia los asturianos –siempre
decía que en Asturias hablábamos muy mal y que confiaba que gracias a él aprendiéramos a expresarnos como “castellanos”–. Mi respuesta fue sencilla, dejé
de atender y escribir en clase.
No
sé el tiempo que me permitió esa actitud desatenta, imagino que durante un par de días;
el caso es que una mañana me mandó acompañarlo a “dirección”, donde encontré a
mi madre. Allí de pie, frente al acémila del director y junto al cetrino de mi
profesor, la luz de mi madre me atraía como si su encanto natural fuera
magnetismo para mi “ninismo”. Ya a su lado, tras no prestar atención a lo que
de mí decían aquellos espantajos, escuché a mamá preguntarme muy seria:
–¿Pero Nino, por qué no
escribes cuando te lo manda tu profesor?
A
lo que contesté que me pesaba el lápiz.
Mi respuesta fue ridiculizada por aquellos dos hombres, muy bravos ellos frente a una mujer y su hijo. Mi madre les habló en tono serio para asegurarles que haría todo lo posible para que mi conducta escolar empezara a cambiar. Decidió que yo no volvería a clase por lo que quedaba de mañana y me cogió de la mano para ir juntos a un parque cercano.
Mi respuesta fue ridiculizada por aquellos dos hombres, muy bravos ellos frente a una mujer y su hijo. Mi madre les habló en tono serio para asegurarles que haría todo lo posible para que mi conducta escolar empezara a cambiar. Decidió que yo no volvería a clase por lo que quedaba de mañana y me cogió de la mano para ir juntos a un parque cercano.
Allí
sentados, pasamos el rato que faltaba para ir a buscar a mi hermana a la salida
del colegio. En algún momento de la espera, mamá me preguntó qué me llevaba a
tener esa actitud en clase, comportamiento que hacía que me tomaran por tonto
cuando ella sabía que yo era “muy listo”. Con el lenguaje de un niño de siete
años, le intenté explicar mi dificultad para realizar ejercicios de repetición,
pues al copiar varias veces lo mismo terminaba embarullando entre las
palabras. Acababa los deberes de cualquier forma o los dejaba incompletos. El
profe, al enterarse, me reñía y solía castigarme al considerar que mentía
al explicarle lo que me pasaba. Lo mismo ocurría cuando preguntaba sobre cosas
explicadas a viva voz, normalmente mi atención se había quedado dormida en
alguna de sus palabras y no sabía qué decir.
Como
intuía que hiciera lo que hiciera terminaría igualmente castigado, había decidido no prestar atención en
clase y confiar en que el esconderme de su vista me volvería invisible a sus reprimendas. Recuerdo
que, para mi sorpresa, mi madre no me regañó tras escucharme.
Aquella
tarde, tras volver del colegio, mamá se sentó a mi lado en la mesa del
salón. Me preguntó qué deberes tenía, creo recordar que eran una serie de
actividades del “cuaderno rubio” correspondiente. Ella me aconsejó que no
pensara en todo lo que tenía pendiente, sino que lo dividiera en partes. Yo
debía centrar toda mi atención durante el tiempo que me llevara hacer esa
parte; y luego podía tomarme unos minutos de descanso. Me sugirió que en el
colegio intentara alternar los ratos de concentración con otros que me
permitieran distraerme: como levantarme a tajar, buscar algo en la mochila o
ver las ilustraciones de los cuadernos.
Respecto a mi problema de atención a las explicaciones, me dijo que no tenía que escucharlo todo, que cuando el profesor repitiera conceptos o comentara anécdotas, no necesitaba concentrarme, bastaba con que mantuviera la mirada orientada hacia el profesor y el oído atento a sus órdenes.
Respecto a mi problema de atención a las explicaciones, me dijo que no tenía que escucharlo todo, que cuando el profesor repitiera conceptos o comentara anécdotas, no necesitaba concentrarme, bastaba con que mantuviera la mirada orientada hacia el profesor y el oído atento a sus órdenes.
Aquella
fue la primera vez que mi madre intentó ayudarme a superar mi problema de TDAH.
Y lo hizo muy bien y con más pedagogía que tus ilustres profes.
ResponderEliminarUn abrazo.
Buenos días, Tracy:
EliminarGran luchadora era mi madre en defensa de los que quería. Años después, volvió al colegio a enseñarle mi nota de Selectividad al director del colegio. El muy cegato había desaconsejó que acabara la EGB y propuso darme el certificado de escolaridad para que no perdiera el tiempo estudiando (lo curioso es que no había repetido ningún curso ni pasado con asignaturas pendientes)
Un abrazo, Tracy.
Jajaja porque te pesaba el lápiz muy bueno.
ResponderEliminarMe ha encantado leer tus travesuras de niño de seis años, y volver tambien a mi Infancia que la recuerdo entrañable y feliz, como me ha gustado tu entrada, Nino, te estoy imaginando tal como lo cuentas.
Un beso.
Buenos días, María:
EliminarLos alumnos del colegio Público Jovellanos de aquella época tenemos ahora el “problemilla” de que al contar nuestro día a día escolar parece que estamos exagerando (con Franco ya muerto, había profesores que nos obligaban a cantar el “Cara al sol”, formábamos para entrar al centro, se nos pegaba con palos en clase...) Con decirte que, pese a mi vértigo, me escapaba de las aulas en la primera planta si las ventanas estaban abierta.
Un abrazo, María.
Te imagino como niño soñador en una clase que te resultaba tediosa.
ResponderEliminarCreo que tu madre acertó con su forma de tratar el problema. Tuvo empatía contigo cosa de la que tus profes adolecían.
Como bien se ha demostrado tu profesor estaba muy equivocado.
una lluvia de besos
Buenos días, Maduixeta:
EliminarEra tan inocente que cuando pedían la opinión personal, la daba; y ellos me suspendían o castigaban.
Ese consejo de mi madre me vino fenomenal: disminuyeron los castigos y, sobre todo, me ayudó a aprobar también en el instituto, ya que con lo que recordaba haber escuchado me ayudaba a no tener que estudiar mucho para los exámenes.
Aquellos amargados tenían de profesores lo que yo de modelo de peluquería.
Un abrazo, Maduixeta.
Sos increible
ResponderEliminardesde tu papel a tus pensamientos
abiertos...
que se abren como en un cuenta lo que fuiste y lo lo que sos
y seguis siendo....
La infancia de los momentos
te leo mientras el SOL inmenso entra por mi ventana abierta
.Miro en el lago a los patos que juegan entre ellos
Buen dia desde Miami escritor
Y segui haciendo los deberes como cuando eras chico
ResponderEliminarBuenos días, Mucha:
EliminarLo que me resulta increíble es todo este afecto y aprecio que me dedicas desde ese soleado Miami de patos juguetones.
Sí, en gran medida soy un niño grande que sigue siendo lo que fue; un soñador. Creo que la madurez se marchó, cansada de esperarme; y ahora que me acerco a la vejez cargo con la pena de una cincuentena que ya hace aguas en lo físico y en lo económico. Pero, en general, me gusta mi vida, no la cambiaría por la de nadie.
Un abrazo, Mucha.
Me encanta tu relato. No siempre los profesores aciertan, y en ocasiones empeoran los problemas o hacen que surjan, si no nos pueden comprender.
ResponderEliminarLa posición de tu madre la veo muy inteligente, antes no todas las madres tenía esa actitud tan positiva.
Me ha encantado leerte, es muy interesante.
Un beso grande.
Buenos días, Carmen:
EliminarCreo que aquellos no eran profesores, sino degeneraciones del oficio docente. Al ser el colegio del centro urbano, tenían privilegio para trabajar en él el personal que más puntos acumulaba en su historial. Creo recordar que me dieron clase, al menos, tres veteranos de la Guerra Civil por el bando golpista, de esos a los que se convirtió en docentes tras acabar la guerra; y los que eran más jóvenes, también eran muy airados.
Mi madre era una persona muy inteligente. Sobrevivió a una vida muy dura; se vio sin padres a los 21 años y teniendo que sacar adelante a su hermano en la España machista de los años 50. Ella nos enseñó a querernos y apreciarnos sin depender de la valoración ajena. Tenía una mente abierta y comprensiva.
Gracias por todo, Carmen.
Pues has tenido suerte con tu madre, me gustan las mujeres luchadoras y con la mente abierta. Es un orgullo.
EliminarMuchos besos
Buenas tardes, Carmen:
EliminarGracias por tus palabras.
Sí, fueron toda una suerte los años que pasé a su lado.
Un abrazo, Carmen.
Por triste que suene, la mayoría de docentes no están preparados para lo "diferente" porque simple y sencillamente son parte de la masa y se comportan y reaccionan como ella (no quiero quitar mérito a todos aquellos MAESTROS con todas las letras, que no abundan, pero que convierten su profesión en una vida noble y entregada, como debería serlo en general en el caso particular del profesor).
ResponderEliminarEstando relacionada con este medio, te puedo contar un caso que llegó a mis manos hace algunos años. Una nena de 5 años llega a mi consulta derivada por su tutora (docente de primaria), aseverando que tenía serios problemas de atención y conducta. Después de leer su informe, me decidí por empezar conversando con la pequeña y cierto era que no mantenía contacto visual por más de unos pocos segundos, se paraba con frecuencia y se perdía en sus juegos, contestando a casi nada de lo que se le preguntaba. Teniendo algo de experiencia, opté por realizar una serie de "pruebas" que me permitieran acercarme más al caso. Enorme mi sorpresa cuando al hacer caer por casualidad una lata llena de monedas, la nena, quien se encontraba observando unos dibujos de la pared, ni se inmutó ante el fortísimo ruido. Long story short, tras varios test y una derivación obligada al neurólogo, se determinó que la niña tenía un nivel altísimo de hipoacusia, es decir, prácticamente no oía nada... cómo carajos no se iba a aburrir en medio del silencio permanente??
La profesora quedó atónita ante la diagnosis... había trabajado con la nena por dos larguísimos años, y jamás había percibido absolutamente nada, sólo "falta de atención y problemas de conducta"...
Qué más te digo??
Pobre Ninín... cómo lo entiendo!!
:/
Buenos días, Nicky:
EliminarCreo firmemente que una de las principales funciones del Sistema Educativo público es la de deformar nuestra individualidad en pro de formarnos como ciudadanos.
Sin entrar en detalles, basta ver el infierno que aún hoy en día se convierte para un alumno zurdo el contar con una silla con un reposabrazos dispuesto en el sentido de su escritura.
El “diferente” sólo funciona bien en contextos ficticios, allí es donde los héroes tienen rasgos de hiperactivos, los genios padecen asperger y las jefas de espías son bipolares. En la vida real, esos rasgos que hacen que admiremos a los personajes ficticios nos llevan a marginar a las personas que sufren trastornos de conducta o limitaciones en su capacidad de interacción.
Podría contarte mil ejemplos personales, Nicky, pero te los voy a resumir en sólo uno:
Mi “rareza” me dota de atractivo, muchas personas piensan que es un personaje que me creo para integrarme, gustarles o juguetear; en cuanto ven que soy lo que ves, que mi vida es un constante alejarme del caos, que sólo soy fiel a mi deseo o que no tengo ambiciones materiales... mi atractivo se convierte en decepción.
El caso que me citas habla bien de ti más allá de lo profesional, en lo humano; en no dejar que los prejuicios ajenos conformen tu juicio. Creo que la torpeza de esa profesora se basa en algo tan sencillo como que le molestaba que la niña no la atendiera, no le preocupaban las posibles causas de su desatención; por lo que se sentía despreciada y respondía con desinterés a la realidad de la cría.
Confío en que la nena esté ahora bien.
Un abrazo, mi comprensiva Nicky.
Hola Nino, pues la verdad es que me ha sorprendido. Qué bien relatas las cosas, es impresionante. Por cierto, seguro que tu madre es una gran madre, eso es una suerte y desde luego ellas son determinantes en nuestras vidas. En cuanto el problema en concreto, gracias que las cosas van cambiando. Seguramente habrá aún a día de hoy profesores o colegios que estén más atrasados en este aspecto, pero como regla general hay cierta alerta ante esto y cada vez son más extendidos entre la comunidad educativa los sistemas de detección de estos casos y en los mismos centros educativos advierten a los padres y les piden consentimiento para realizar al niño la prueba de diagnóstico. Habrá casos y casos, pero esto es algo que está avanzando. Me gustó mucho tu entrada.
ResponderEliminarUn abrazo
Buenos días, Geus:
EliminarA mí lo que me impresionan son tus palabras de aprecio, gracias sinceras. Es reconfortante en lo afectivo y estimulante en lo creativo el sentirte apreciado; y más por una persona que muestra su aprecio de manera desinteresada a un desconocido sin nombre ni renombre.
Sí, mi madre es una gran madre. Lo sigue siendo pese a llevar 10 años viviendo la vida que te aleja del dolor. Pienso en ella a diario y la tengo presente en todo lo bueno que me pasa; muchas veces, cuando ando a la deriva su voz me guía y me saca del marasmo.
Por suerte el sistema Educativo ha mejorado; de hecho, yo tuve mala suerte y ya en la Transición las escuelas públicas se adaptaban a la libertad naciente. El problema es que los alumnos de ese colegio tuvimos mala suerte de que encallamos contra los pecios del naufragio del sistema educativo franquista. Yo los maldigo y hago de mi vivir ajeno a sus normas mi mayor venganza a sus abusos.
Te agradezco mucho tus visitas y comentarios, Geus.
Un abrazo.
Me parece genial la excusa del peso del lápiz.
ResponderEliminarUn abrazo.
Buenos días, Fabian:
EliminarCreo que los de la infancia fueron mis años más lúcidos, cuando menos me condicionaban experiencias y reacciones.
Luego mi vida se convirtió en un constante estar a la defensiva y las palabras en escudos frente a la realidad.
Un abrazo, Fabián,
Cuantas respuestas viven en esa frase "el lápiz pesa mucho" Que valentía la tuya con tan pocos años y que inteligencia la de tu madre.
ResponderEliminarUn beso
Buenas tardes. Rosa:
EliminarMe gustaría verme con tus palabras, gracias por dedicármelas.
No soy una persona valiente, no lo fui ni siquiera de niño: mi actitud fue una mera respuesta a algo que me parecía injusto. A día de hoy, sigo siendo vehemente frente a los miserables; pero es una actitud inconsciente, que dificulta mi vida laboral y social.
Sí, mi madre fue una persona inteligente, una mujer valiente y una madre apasionada. Mi mayor orgullo es ser su hijo.
Un abrazo, Rosa.