Kong se despertó inquieto. Evitó moverse. Dedicó unos segundos a percibir las sensaciones que le transmitían sus sentidos.
El batir de las olas contra el acantilado se mezclaba con los graznidos de los pterosaurios. El aroma del salitre activaba su pituitaria, a la vez que la brisa marina se enredaba en su pelaje. El cielo estaba sorprendentemente despejado, y el movimiento de sus tripas era clara señal de hambre.
Se desperezó entre bostezos mientras se incorporaba sobre su trasero. Incluso a media alzada, su silueta era impresionante. Movió a derecha e izquierda su torso, como indeciso sobre lo que hacer.
Sonrió ante la idea de descender por el barranco y acercarse a saludar con los puños a sus añorados tiranosaurios… ¡Ellos eran enemigos dignos, y no los rinocerontes metálicos que los humanos habían lanzado contra él! Desechó, la idea, hacía demasiado calor, y no quería presentarse sudado a su cita.
Tras incorporarse se dirigió al estanque donde sació su sed, junto a el había un matorral de bayas del que arrancó un par de puñados con los que entretuvo su hambre.
Luego de pegar unos saltos, llegó a la zona de los géiseres, y puso sobre uno el cuenco que había moldeado con los restos de una cámara cinematográfica, abandonada por los visitantes en su retirada cobarde. Recolectó unos granos de café, los molió con sus manos, y mientras el líquido entraba en cocción, se fue a por unas cuantas cañas dulces de las que brotaban junto al estanque.
Ya desayunado, se dirigió a la cascada donde se aseó ayudado por restos fósiles del arrecife de coral.
Miró su reflejo en el agua del río mientras se encaminaba al punto de encuentro. ¡estaba muy mono!
De camino a la playa, no paraba de pensar en ella, y en lo mucho que le gustaría que fuera su kongChita. Pero la convivencia con los humanos la había dejado herida, sabía que si quería hacerle ver que para él era algo más que un capricho, debía esperar, e iba a intentar hacerlo. Reparó en la belleza de un seto, y escogió cuidadosamente unas cuantas plantas con las que formar un ramo.
Llegaba tarde, sentado frente a la orilla de la playa le esperaba un grupo de amigos.
Surtur, la serpiente del fin del mundo, avisó a los demás de la llegada del simio con un siseo estruendoso. Todos guardaron silencio, y se sentaron expectantes.
Kong, los miró sonriente, y, antes de sentarse sobre el pecio, soltó un sonoro eructo.
©Ilustraciones: Joe DeVito
©Texto: Nino Ortea Gijón, 5-X-08
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