Hacía
tiempo que no veía en el cine una película que me gustara tanto como me ha
gustado «Hasta el último hombre», dirigida por Mel Gibson. También hacía tiempo que no iba al cine; en ese hábito,
como en otras delicias, no me puedo permitir ser quien fui.
El
pasado viernes me regalé ver esta película que cuenta ciertos trasuntos vitales
de Desmond Doss: un sanitario del
Ejército de Estados Unidos al que se le otorgó la Medalla de Honor de las
Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, por salvar innumerables vidas durante la
batalla de Okinawa en la Segunda Guerra Mundial.
Un
cambio repentino de planes por vicisitudes ajenas, me había dejado con el ánimo
inquieto. Al poco de haberme subido a un autobús, me arrepentí de haberlo
hecho; por lo que decidí llegar hasta una de las últimas paradas de la línea
–siempre me ha gustado el barrio de La Calzada– y callejear de vuelta a casa
sin prisas, placer gratuito del que últimamente me había mantenido alejado por
razones remuneradas. Sin saber porqué, me encontré muy cerca de las únicas
salas cinematográficas comerciales que se mantienen abiertas en Gijón; me animé
a ir hasta las taquillas, más por prolongar el paseo que por comprobar qué
películas estaban proyectándose.
De camino
me encontré con una antigua alumna que, junto a dos amigas, iba a ver la última
película protagonizada por el agónico Mario
Casas. Me propuso unirme a ellas, pero rechacé la grata propuesta y, quizá
como excusa para justificar mi rechazo, le comenté que había subido para ver la
última peli de Mel Gibson. Su
juventud hizo sin duda que mi interlocutora me mirara con expresión dubitativa,
como si en aquel momento estuviera intentando adivinar quién era ese tipo,
considerado en otra época “el hombre sexy vivo más atractivo”, y cuyo nombre estoy
seguro que su madre –la de mi exalumna– sí que lo sabe encarnar.
Tras
sacar las entradas charlamos durante un rato, mientras sus compañeras me
miraban con la misma desgana con la que yo encaro un plato del brécol que prepara
mi padre: con ganas de acabar pronto e irme. Al despedirnos, mi exalumna me
pidió el número de teléfono e hizo una llamada para que tuviera el suyo. Entré
en la sala con la mente en otra cosa que en ver una película.
El
arranque de «Hasta el último hombre» me resultó monótono: formalmente
correcto, pero con una sensación de que aquello ya lo había visto. No es que me
llegara plantear salir de la proyección, pero sí que arrepentí de haber entrado
en ella. En su despliegue, la película cuenta las razones religiosas y morales
que definen al protagonista, y que lo llevan a alistarse en el ejército para
combatir el Mal; razones que son las mismas que le impiden plantearse blandir un arma en el
combate, pues considera que con uso se convertiría en agente del Mal.
Según
fue avanzando la película, mi mente dejó de vagabundear por el patio de butacas
de alguna sala vecina y se centró en la narración ágil y escueta que Gibson nos iba ofreciendo, hasta llegar
al último tramo de la película, donde me quedé maravillado ante el pulso firme
con el que se refleja lo atroz, con el que se captura ese “Horror…el
horror” con el que personaje del Coronel Walter E. Kurtz deliraba al final
de la película «Apocalipsis Now» de Francis
Ford Coppola.
Nunca
había sido un gran seguidor de Mel
Gibson como actor fuera de la saga Mad Max. No mostré ningún interés por el
arranque de su carrera como director hasta que mi madre me insistió en que
viera la película «Brave Heart», ya que el personaje le había recordado a mí. A
los pocos meses me regaló un DVD de la edición coleccionista de la película,
aunque para entonces yo ya me había convertido en un seguidor de Gibson.
«Hasta
el último hombre» vale hasta el último céntimo del precio de su
entrada. Pese a ser una película de encargo, Gibson la hace suya; no sólo en la narrativa técnica –donde, de
nuevo, dirige con esa efectividad que resulta de su elegir lo efectivo frente a
lo ampuloso–, sino que también en la narración de la historia, donde nos cuenta
los trasuntos de un antihéroe solitario, reconvertido en líder moral y épico por
el mero hecho de ser fiel a sus sentires y enfrentarse a las injusticias sin
miedo a la muerte.
Han
pasado tres noches desde que salí de ver la película y no he dejado de pensar
en ella. Aún no he contestado al puñado de mensajes que mi exalumna me ha
enviado proponiéndome quedar este fin de semana y así charlar con más clama. Me
temo que no soy ese hombre decidido que mi madre veía en mí.