— ¡Alto! ¡Alto!... ¡Dejen ya ese baile libidinoso! ¡Paren antes de que los ponga a todos a declinar rosa-rosae en latín tardío! —gritó la señorita Rotenmeyer mientras lanzaba su borrador a la cabeza del diyei.
—Venga, recompónganse y retomen la compostura. Podemos ser fantasiosos, pero no rijosos. Y, usted, Hancok… ¡Deje ya de tocarme las nalgas si no quiere que le meta su cabeza por…!
— ¡Vale, tía, paz! Con la resaca que tengo no aguanto más gritos. Voy a ver si encuentro a Charline.
—Además, señor King Kong, había dicho usted que este pseudohombre tenía que dar una lección sobre la unidad didáctica de “El mito como figura narrativa”. ¿Quiere que lo azote con ni vara para refrescarle la memoria? —sugirió la docente mientras me miraba con ojos lúbricos, acariciando de arriba abajo su estaca.
—No, Kong, tranki, fiera. Yo encantado de comentarlo, de hecho estaba escribiendo sobre ello en mi blog cuando me secuestrast… Esto, cuando me invitaste a venir —contesté acelerado mientras me abrochaba la camisa previamente desabrochada por Yocasta—. Sólo tenéis que dejarme un portátil con conexión wifi adsl, 20 megas más llamadas, y os lo leeré encantad…
—Kong, ¿por qué no nos dejamos de tonterías y nos comemos a este mamerto? Ya estoy harto de devorar piedras —sugirió un desdentado que sostenía un reloj de arena.
—Kronos, mal padre, siéntate o te meto el cuerno de la abundancia por donde te colocas —lo increpó un barbudo con pinta de no dejar tranquila a ninguna fémina, mortal o inmortal.
—Perdonad, olímpicos, pero mientras estéis invitados a este isla no os permitiré que os comportéis como unos bajados del monte —les expuso Kong— Así que sin más odiseas: Nino, o nos cuentas lo que veis los humanos en los mitos, ¡O te pongo a ver el Canal Gran Hermano 24 horas como castigo!
—No, Kong, espera —le contesté nervioso— Por algún lugar tiene que estar —añadí mientras me toqueteaba sin sentir ninguna excitación— Sé que lo había apuntado… ¡Ya está!
Finalmente había encontrado mi cartera cartier de imitación que le había robado a un mendigo ciego. Extraje apurado de ella un papel, sin reparar en un algo que se cayó. "Será un número falso de teléfono de alguna adoradora nocturna" pensé mientras me disponía a ninear a mi audiencia. estábamos en una isla, así que muy lejos no podían escapar. ¡Y yó sólo había escrito un folio!
—Aquí está. Antes de leéroslo, os recuerdo que todos los derechos de reproducción en cualquier formato me pertenecen. ¡Qué os quede claro!
Y no me interrumpáis hasta que acabe. ¡Soy un artista de la palabra, y necesito concentración!
La ventaja que tienen los mitos es su atemporalidad y su carácter apátrida. Culturas y épocas opuestas, coinciden en presentar figuras y retratos miméticos. De hecho, pienso que el secreto de la creación artística no está en lo narrado, si no en el arte de narrar.
Relatos como el de King Kong, no se convierten en algo imborrable en nuestro imaginario por su innovación narrativa. Pues no deja de ser una revisitación de la fábula de “La bella y La bestia” que a su vez podemos encontrar esbozada en ese canon imaginativo llamado “La Biblia”.
El paso de personaje a mito se sostiene en la pasión de sus creadores, y en la raigambre de lo creado con una serie de miedos, y deseos, comunes al ser humano.
En mi caso, siempre me ha dado pena del gran simio, y a la vez me he identificado con su sacrificio trágico por una pasión absurda, que en la versión de Peter Jackson se convierte en amor loco.
Lo que convierte en mito al mono, no es su descomunal tamaño ni su fuerza indómita. Es su debilidad ante el amor. Un amor que él se empeña en ver en lo que es una mera sucesión de encuentros forzados.
Su carácter trágico viene de que, sabiendo que le esperaba la autoinmolación, se empeña en proteger a la que sólo se siente amenazada en su presencia. Se empeñó en amar a la que ya amaba a otro, y únicamente se sentía atraída por su majestuosidad salvaje.
Su cerrazón, no el engaño de una mujer, fue lo que lo llevó a trepar a la azotea del Empire State. Prefirió morir ante ella, a vivir en un mundo donde no volvería a oler su piel. Al final, su desmesurado egocentrismo empequeñeció ante la realidad: no puedes hacer que te quiera quien jamás te quiso.
Gracias a Kong, he comprendido que yo, una vez más, volvía a escalar —pese a mi vértigo— hacia donde nadie me esperaba.
Ahora he decidido convertir ese rascacielos en solar, y continuar mi marcha.
Atrás quedaron las ruinas de lo que pudo haber sido un hogar, de no haberme obsesionado con una quimera insensible.
Al final lo importante no es saber donde ir, si no donde estar.
En ese momento una gruesa gota de agua golpeó mi cabeza. Alcé la mirada. Kong estaba llorando.
©Nino Ortea Gijón, 21-XI-08